miércoles, 5 de agosto de 2009

Irracional corazón

En un mar de brumas,
en una tormenta de risas y euforias.
El llanto me nubla las pupilas
y ni siquiera sólo eso.

Compleja historia.

La mordaza de la compostura
ata y aprieta,
entorpece y altera.
Tienta y embelesa como un beso
y va matando con misterio.

Hace daño.
Mucho daño.

Al instante cesa la risa.

Reminiscencias.

El tiempo no cubre
lo que el alma recuerda.
Hay un mensaje oculto en la luna
que se desvela
en cada estrella.

Busco entre la duda
algo
que me recuerde la cordura.

Y con cada amanecer
surge un por qué.

No sé de dónde copié este poema. Pero me parece bonito y he querido publicarlo aquí.

Pequeñas joyas del pensamiento

Esta mañana, mientras daba clases particulares, he encontrado un escrito precioso en el libro de filosofía, y merece ser reproducido aquí. Se encuentra en el libro "Teoría de la inteligencia creadora" de José Antonio Marina.

"Nuestro antepasado de frente huidiza y largos brazos caza el bisonte en el páramo. Atraviesa corriendo un paisaje de olores y pistas. Arrastrado por el rastro, salta, corre, gira la cabeza, explora, husmea. La presa es la luz al fondo de un túnel de necesidades. Sólo existe una atracción feroz y una sumisión sonámbula. Sólo sabe que la ansiedad se aplaca al seguir aquella dirección. No caza, se desahoga. No persigue un bisonte: corre por unos corredores visuales y olfativos que le excitan. Las huellas le empujan. Los signos disparan los movimientos de sus piernas, con el certero automatismo con el que alteran los latidos de su corazón.
NO hay nada que pensar, porque aún no piensa. Su cerebro calcula y le impulsa. Está sujeto a la tiranía del "Si A... entonces B".
Si ve la oscura figura del animal en la entreluz de la maleza, sesgado (para cortarle el paso). Si está muy cerca aúlla (para atraer a sus compañeros de horda). Si el estímulo afloja su rienda, se detiene, se agita, gira a su alrededor (para uncirse otra vez a la rienda y proseguir de nuevo su carrera).
La transfiguración ocrrió un misterioso día, cuando al ver el rastro detuvo su carrera, en vez de acelerarla, y miró la huella. Aguantó impávido el empujón del estímulo. Y, de una vez para siempre, se liberó de su tiránico dinamismo. Aquellos dibujos en la arena eran y no eran el bisonte. Había aparecido el signo, el gran intermediario. Y el hombre pudo contemplar aquel vestigio sin correr.
Bruscamente era capaz de pensar en el bisonte aunque ni en sus ojos, ni en su olfato, ni en sus oídos, ni en su deseo estuviera presente ningún bisonte. Podía poseer el bisonte sin haberlo cazado. Y, además, indicárselo a sus compañeros.

Explica de manera increíble el paso del conocimiento sensible al conocimiento mediante la razón.