lunes, 7 de diciembre de 2020

El silencio siempre

 


El silencio siempre

tiene algo que decir
ante tu boca callada
que mata y resucita.
Invita.

Aunque las palabras
se acabarán ordenando solas,
por si acaso, tú Grita.
En el latir del mundo,
un paso inadvertido
a tus pies espera.
Respira.
Los dioses de otros infiernos
tientan eso
que espanta la alegría.
Te incitan.

Pero seguirá habiendo huella
de tu caminar por la vida.
Para tu alma serena
en tu cuerpo de arcilla.
Habrá motivos para tu piel
y aliento aún para tu boca.
Tendrás certezas
y asumirás dudas a solas.
Volarás en mil cielos
inventando maneras
de evitar la derrota,
para regresar,
nuevamente,
convertido en persona.

Porque el silencio siempre,
callado y a tientas,
te convoca.

Patricia Gómez Sánchez
6/12/2020

domingo, 29 de noviembre de 2020

También necesitamos vivir de algo

 


También necesitamos vivir de algo:
De ese desvelo apresurado
que nos despierte
a las tres de la mañana
,
con el atardecer de una sonrisa
dibujado en las sábanas.

Vivir, de un abrazo que se busca
entre nuestras vacilantes manos
y los contornos imprecisos de nuestras dudas.

De un sueño
de imprevistos improvisados
que quieran decirnos algo.
Un detalle, mínimo, 
que lo significa todo
para nuestros oídos desalentados.

Tan sordo y tan gritando.

Algo,
como lo que se intuye tras esas caras
que, monótonas y reiteradas,
pensamos.

Necesitamos vivir por algo:
por eso que se esconde tras los labios
cuando las ilusiones avanzan
lentas,
sin prisa ni pausa,
poniendo color a cada escenario.

Algo como un cielo,
un lienzo,
que sobre este gris desgastado
dibuje esperanzas de tonos cálidos.

Algo que,
removiendo las pasiones,

nos ayude a pensar calibrando;
eso que, resolviendo lo imposible,
nos aliente a seguir buscando.

Algo que nos abra los ojos
sin falsas promesas
ni argumentos vacuos:

Tan suave como amargo,
que engañe al sentido
de nuestro vivir descolocado.

Que nos haga más humanos:
Ciertos, inseguros,
determinados,
laberínticos,

con destino, o improvisando,
Tan carnales... como místicos...

…Todos, al final,
necesitamos vivir de algo.


Patricia Gómez Sánchez
29/11/2020

("No sólo de pan vive el hombre", palabras que pronunciaba Lorca en la inauguración de la biblioteca de Fuente Vaqueros, en 1931).

martes, 10 de noviembre de 2020

Ama



Ama
a quien te dé la gana,
pero ama.
Encuentra un camino
por el que llegar,
desde aquí
hasta su paz.

Ama
con el pecho, con los ojos,
con las manos, con tu pelo
y con la espalda.

Ama
sin excusas, motivos, ni argumentos.

Ama
sin prisa ni pausa
a quien imagines con la luz apagada.

Ama
hasta que sus burlas acaben
por el suelo
desmontadas,
rotas
y avergonzadas.

Ama
a quien te dé la gana.

Pero ama.

Patricia Gómez Sánchez

Instantes

 

Son las cinco menos cuarto de la mañana y en la planta baja de casa han empezado a sonar ruidos.
Me pongo la bata y bajo la escalera para averiguar qué está sucediendo, aunque casi puedo intuir que será mi abuelo, que se ha despertado también esta noche. Normalmente, duerme desde que el sol se esconde hasta que aparece, o incluso menos, como hoy, probablemente. Porque dice que "a él no le gusta andar de noche, quiere recibir al día completamente despierto. Sin pereza".
 
No son muchas horas de sueño, sobre todo en verano claro, pero él dice que es mayor y que "los viejos ya no necesitamos dormir porque no desgastamos, hermosa".
Cómo me gusta cuando dice "hermosa", qué educado es, qué palabras tan tiernas y sabias tiene siempre, a pesar de todo: de la demencia, que empieza a hacerle estragos y a veces le estropea el genio; de que no acaba de entender por qué estamos encerrados; de tantos cambios... A pesar de tanto como ocurre a su alrededor, él sabe todavía mantener la calma, la paciencia.
 
Protesta un poco, sí, pero acaba escuchando y queriendo comprendernos. O haciendo que nos comprende para que nos quedemos más tranquilas.
También dice que los viejos no tienen nunca calor  porque se van enfriando y "se nota que la sangre circula más lenta", aclara.
 
Compara la vida con una llama que se va apagando.
A lo mejor eso le ha pasado hoy, que se ha desvelado porque tiene frío.
Ahora vive con nosotras, con mi madre, con mi hermana y conmigo, de forma provisional mientras dure el estado de alarma. O incluso más, porque queremos que siga aquí hasta que no exista ningún riesgo para él.
 
Termino de bajar la escalera, cruzo el pasillo y, efectivamente, compruebo que los ruidos que sonaban los hacía mi abuelo.
Porque, aunque él diga que se va enfriando, yo pienso que sigue siendo el mismo hombre activo, inquieto y enérgico que no iba a una fiesta sin terminar cantando "Mi carro me lo robaron".
A mí me parece que, lejos de estarse apagando, miles de llamas flamean en su interior. Para tener 92 años, mi abuelo, Don José, es un ejemplo de entusiasmo y modernidad, entre muchas otras cosas.
 
Aquí está en el hall, sentado en la silla que hay junto a la puerta que da a la calle, con la cara desencajada y unos ojos que denotan preocupación. Me mira y me dice que cree que ha perdido las llaves de casa y necesita salir para tomar el almuerzo con su hermano.
Yo le intento ubicar, haciéndole entender, sin decírselo directamente, que su hermano no está:
-Abuelo, -le digo- piensa bien, a ver, ¿dónde está tu hermano?
-Ahh, claro, él murió hace muchos años, "el pobrecillo". Qué pena, con lo bueno que era.
-¿Y tu tía?- pregunta refiriéndose a mi abuela.
Lo miro con una cara que ya ha visto antes varias veces, que reconoce y sabe interpretar e, inmediatamente, recuerda, o deduce, que ella también nos abandonó hace tiempo.
Se hace un silencio, se queda serio y camina hasta el cuartito.
Ya no busca las llaves. Se sienta en el sofá y yo en el sillón de enfrente.
¿Cuántas veces tendrá que vivir todavía ese corazón, como si fueran nuevas, las muertes de sus seres queridos?
 
Nos quedamos largo rato en silencio, un silencio cómodo, en el que nos acompañamos mutuamente por encima de los años, más allá de las vivencias que nos separan, de las imprecisiones de su demencia y de mi indeterminada juventud, de sus despropósitos y mis torpezas; juntos, más allá del tiempo y del espacio.
 
Nos encontramos en muchos puntos: en las personas que tenemos y tuvimos en común: su esposa, mi abuela; sus hijos, mi madre y mis tíos; sus bisnietos, mis niños del alma, en lo que nos admiramos, en ese algo inmenso que hace que nos queramos tanto.
 
De vez en cuando, lo miro de reojo y veo que a ratos se queda dormido. Otras veces pasa varios minutos mirando al reloj. No sé muy bien qué estará pensando, pero creo que pronto empezará la ronda de preguntas sobre las llaves, garrote, familia...
 
Mientras lo observo, pienso en lo menudito que se ve ahí en el sofá, tan vulnerable, expuesto, tan aparentemente frágil... Y, a la vez, con un corazón tan acostumbrado a vivir, a los golpes, al dolor, a la alegría, a las sorpresas, a guerras, enfrentamientos, avances, novedades... Capaz de adaptarse a todo, objetivo, imparcial, justo… Tan necesario para mí... Tan grande...
Esa capacidad de llorar, volver a llorar y reponerse, en silencio, con calma, superando lo que venga; con tantas ganas de quedarse para seguir con sus rutinas, dando al tiempo la importancia que merece, mirando su reloj y viendo pasar los segundos, minutos, años...
(Un reloj que no estará nunca muy gastado porque mi abuelo estrena relojes con mucha frecuencia, cada vez que estropea aquél al que intentó dar cuerda cuando su mente volvió al pasado).
 
Lo veo ahí tumbado y los ojos se me ponen vidriosos mientras intento contener el nudo que se me forma en la garganta.
Cuando están a punto de delatarme las lágrimas, suena el reloj de la iglesia. Dan los seis tonos y comienzan las preguntas:
-Oye Patri, son las seis, ¿tú sabes dónde tengo las llaves de mi casa? ¿Y el garrote? Anda, ayúdame a buscarlo y te invito a desayunar donde Paco.
 
Yo empiezo de nuevo con mi turno de respuestas, hasta que paro y le propongo:
-Oye abuelo, ¿quieres bailar un pasodoble conmigo?
Él sonríe muy contento, dice que sí con la cabeza y me pregunta:
-¿Qué son, fiestas ahora?
 
Yo le respondo:
-Podría ser abuelo. Puede ser fiesta cuando nosotros queramos.
 
Y ahí nos quedamos, bailando un pasodoble, a nuestro ritmo, mientras los demás duermen y el reloj de la iglesia nos acompaña dando las seis.
 
(A mi abuelo. Escrito el 11 de mayo de 2020, durante el confinamiento por pandemia de coronavirus).

Patricia Gómez Sánchez

Puntos (finales o suspensivos)

 

Una vez leí que, llegado un determinado momento, o tomas la decisión de cortar con algo, o con alguien, o corres el riesgo de quedarte ahí para siempre.
 
Aquella lectura penetró tanto en mi subconsciente que, desde entonces, analizo cada detalle, intentando darme cuenta de cuándo podré estar al borde del precipicio, cuándo estaré ante ese instante que lo puede determinar todo.
...
 
Aquella mañana era sábado y llovía. Andrés me propuso salir de excursión y yo acepté. Supongo que pudo más nuestro temor a quedarnos solos, con el tedio que eso suponía, que las precipitaciones, que no eran nada comparado con la situación meteorológica por la que atravesaba nuestra relación. Preparamos todo y subimos al coche, donde, como de costumbre, él conducía. Siempre le gustó mostrarme su gran sentido de la orientación. Desde que subí al asiento del copiloto, no pude dejar de observar una mota de polvo que iba y venía en el salpicadero. Saltaba de un sitio a otro, sin sobrepasar nunca de un radio de unos 5 centímetros. Supongo que me recordaba a mi propia vida. Él hablaba de cosas que no tenían mucho sentido para mí, así que yo prefería analizar el comportamiento del ácaro sobre el salpicadero.
 
En otro momento hubiese hecho un gran esfuerzo por seguir su monólogo y recordar después todo lo que hablaba, pero ese día en concreto no tenía ánimo para ello. Andrés se esforzaba en llamar mi atención como un niño cuando necesita sentirse valioso. Me lanzaba preguntas cortas y sencillas, que me permitían salir del paso con algún monosílabo; o, incluso, pronunciaba mi nombre con cierta ternura para enfatizar la apelación, “¿entiendes Ana?”.
 
Normalmente, no le interesaba tanto mi opinión. Yo ya le había hecho llegar antes todas estas cuestiones que me invadían en aquel momento la cabeza y, sobre todo, el corazón. Por todos los medios: hablando, debatiendo, discutiendo, intentando que razonara tantas y tantas cosas… Pero nada podía hacer que cambiara la valoración que tenía sobre mí. Ya lo había asumido: Andrés nunca consideraría mi opinión como algo verdaderamente a tener en cuenta. Él quería decidir por sí solo las cuestiones importantes, de modo que yo ya sabía que los momentos en que me comentaba algo eran sencillamente para evitar mis reproches o para, en palabras suyas, “que yo me quedara contenta”.
 
Todo hubiese sido mucho más fácil si él no se hubiese empeñado tanto en intentar probar que nos queríamos. Porque nunca entendió que eso, o sale solo, o no es. No podía pretender convencerme de que nos iba bien. Pero lo intentaba. Podría parecer que se debía a que él sí me quería, a su manera. Eso había pensado durante mucho tiempo. Que me quería a su manera. Hasta que, dos años antes de aquella excursión en coche, Carla apareció para cambiar mi manera de ver las cosas. Y me hizo darme cuenta de que no era sólo a mí a quien regalaba poemas y cartas de amor, ni con quien se alojaba en habitaciones de hotel en destinos costeros.
Carla le duró un par de veranos.
Él me dijo que rompió aquella relación porque me quería a mí por encima de todas las cosas. A mí me hubiese gustado saber la versión de Carla.
 
Si no hubiese sido tan orgulloso como para querer continuar una historia acabada, sólo por el hecho de no querer admitir que un día se equivocó, todo hubiese sido más sencillo. Yo ni siquiera le culpé por haber tenido aquella aventura con Carla, me pareció lógico, porque tal vez la opinión de ella sí le importaba. Yo esperaba que aquello supusiera el punto final definitivo.
 
Pero no.
 
Ya llevábamos 6 años juntos (1 sin convivencia y 5 con convivencia) y sería un caos romper con todo. No teníamos hijos, pero sí conocíamos a nuestras respectivas familias, amigos, teníamos planes, proyectos juntos... Demasiada gente, demasiados días y demasiado miedo.
 
¿Era demasiado tarde? Recuerdo que mientras seguía pensando todo esto, observando la lluvia, y la mota de polvo, recordé el precipicio. Y la frase: "O saltas, o te quedas ahí para siempre".
 
Él seguía con su monólogo imparable. No se daba cuenta de que ya ni le respondía con monólogos. Mi angustia interna iba in crescendo, el pulso se me aceleraba y a ratos sentía que el corazón se me había instalado en la garganta. Veía el precipicio, las Navidades de este año, y de los posteriores, los veraneos y sus posados, los regalos, la boda de mi hermana, con Andrés cogiéndome por el hombro, y veía a Carla, a sus amigos, “¿entiendes Ana?”, los “Andrés deberías tenerme más en cuenta”, a mis compañeras de trabajo, el proyecto que había que entregar el mes que viene, veía a los hijos que tendríamos…
 
Y entendí que era ahí, y era ahora.
 
Paramos a tomar un refresco y observé cómo discutía una pareja en la mesa de al lado. Discutían tan naturales, tan tiernos, tan desde el fondo… Que sentí envidia. Yo quería discutir así con alguien. Jamás había hablado tan sinceramente con ninguna de mis parejas. Y entonces me di cuenta de que las cosas no son solamente lo que son, sino lo que nos transmiten, lo que podemos entrever.
 
Y supe que era ahí, y ahora. Ahora o nunca.
 
Así que cogí mi bolso y salté.

Patricia Gómez Sánchez 

Conciencia

 

Déjame dormir esta noche
asida a su abrazo
perpetuo,
que se lanza
y no prescribe ni caduca
por mucho que le diga que no.
 
Déjame dormir esta noche,
aunque el beso se me atragante
en la garganta
mientras lo contengo victoriosa,
aun a riesgo de morir
ahogada en mi propia negación.
 
Déjame dormir haciendo que duermo,
o que vivo mientras sueño,
aunque desfallezca de ganas cuando despierte
imaginando su presencia a mi lado:
el compás de un latido apasionado
que me colma, extasía y, a la vez,
que me duele como mil arañazos.
 
Déjame morir en el deseo,
en ese punto donde la vida y la muerte
confluyen,
siendo dos caras de lo mismo:
lucha cuerpo a cuerpo
y, lo demás, al azar de un Destino.
 
Déjame soñar
que lo moral no era indecente.
 
Déjame dormir esta noche, conciencia,
tentando a mi suerte,
libre y decente
porque los sueños
se quedaron en la mente. 

Patricia Gómez Sánchez

Arte

 

Hoy estoy seca de palabras
y, aun así, en este corazón
siento un poema
que se me atraganta.
 
No tiene rimas ni estrofas contadas.
Quizás no llegue a ninguna conclusión
porque hoy no puedo explicar nada
sin entrar en contradicción.
 
Hoy me atraviesa un poema
que es un sueño de imágenes y sal,
que tengo que escribir
para que pueda volver a navegar.
 
Fotografías
que se mezclan en mi cabeza
repetidas y transversales,
de humanos inconscientes
con comportamientos inmorales,
como animales indómitos
jugando a ser inmortales.
 
En mi sueño vuela un pájaro
que me oye gritar, muda,
palabras de infierno y realidad.
 
Y hay agua,
mucha agua que me aborda.
Olas gigantes y vivas me abaten,
presionan, invaden...
una mano en bucle que me roza,
y no sé si me acaricia o me destroza.
 
Palpita el mundo
y me asfixia con su contradicción:
Realidades de sal y hedor.
 
En mi sueño el Mar me recuerda
la inmensidad del mundo,
con su indescifrable compasión.
Su destino libertador,
mientras mil voces me gritan
entre su profunda indeterminación.
 
Entonces, abro los ojos, ya terrenal,
y Él acude para deshacer mis nudos
llorando hojas de tinta en mi lugar.
 
El Poema me devuelve la paz
porque también acaba entre sal:
La sal de estas lágrimas
que ruedan hasta llegar al mar,
sal de esperanza,
de peces y de pescadores,
de amistades y de amores...
Sal que sana, que escuece,
pero cura y depura.
 
Sal de Luna
que viste de plata
las aguas más profundas
para devolverme el eco
de una humanidad
que aún se vislumbra.
 
Mi poema me ha salvado
porque me ha devuelto el Mar.
 
¡Qué necesario el Arte
para no ahogarnos en la Verdad!
 
(PS: Tuve una pesadilla y la convertí en poesía).

Patricia Gómez Sánchez
 

Miradas tóxicas

 

Tú me quieres
por eso siempre eliges
lo que es bueno para mí.
Por eso, me miras
y me dices que nadie me querrá como tú,
que nada me dará tu luz.
 
Me quieres, por eso me orientas,
sigues y persigues.
Ahuyentas a mis fantasmas
aunque no se quieran ir.
Marcas los cuándo, dóndes, por qués,
y valoras si merece la pena seguir.
 
Tú construyes para mí:
Un mundo sin nadie que nos moleste.
Solos, tú y yo
sin nada que lo pueda destruir.
 
En ese paraíso inventado
de temblores y abrazos,
a ratos,
eres quien había imaginado.
Me miras con los ojos bien abiertos,
con esa mirada entre perdida,
ingenua e infantil
y yo ya sólo puedo imaginarme
habitando dentro de ti.
 
Tú me querías
incluso aunque a veces me quisiera ir.
Me querías a tu manera, así,
por eso, decidiste también
cuándo debía morir.
 
 
(Contra la violencia de género. Necesitamos relaciones libres, sanas y consensuadas).

Patricia Gómez Sánchez

Luz

 

La luz del ocaso se intuye vacía,
como carente de algo.
Le falta vida,
sabor, energía.
Una algarabía tumultuosa llena las calles
y, sin embargo,
todo parece un sinsentido.
 
Palabras rotas cayendo
de bocas temblorosas;
antojos escurridizos
en los que se deshojan las rosas.
 
¿Qué quedará de la luz
cuando se pierda tras la sombra?
 
Algún iluminado lanza mensajes distópicos;
lo tachan de agitador, deshonesto,
sectario e ilógico.
Muchos ciegos que no quieren ver
y un mundo que parece quebrarse.
Tantos que entran al sistema
sólo para aprovecharse.
Tanta ciencia
y tanto que sigue siendo inexplicable.
 
Mi figura invisible transitando inadvertida
sin consuelo de nadie.
 
Un cielo que también observa,
entristecido,
esas vidas orgullosas
de barro, cenizas y alambre.
 
Decidme ¿detrás de todo esto?
¿Qued(H)ará alguien?

Patricia Gómez Sánchez

¿Cómo me vería?

 

Siempre me he observado desde dentro,
sintiendo mis imperfecciones,
defectos,
mis inseguridades,
fortalezas y manías:
Esos lugares donde no sé aún si llegaré,
lo que entra, sale o permanece en mi vida;
cuánto me dolieron aquellas palabras
o lo bien que me sentó aquella despedida.
 
Lo que me costó decidir algo,
hasta dónde podría llegar
tras las huellas de unos pasos
y por qué o quién jamás apostaría.
 
Siempre me he observado así,
desde esta introversión implícita:
analizando los retos,
los imposibles y los ¿podría?
Con muchos tropiezos
y algún que otro acierto,
oscilando entre penas y alegrías.
 
Pero, si pudiera salir de aquí,
trascender más allá de mí misma;
si me observara como me ven los otros,
 
¿Cómo me vería?

Patricia Gómez Sánchez

Lluvia confinada

 

Hoy ha llovido.
Y he pasado una hora
mirando por la ventana.
Pensando.
 
Me parecía una imagen poética,
a la par que desoladora.
La calle vacía.
Madrid vacío en las imágenes de la tele.
España vacía, parada,
expuesta.
Sin gente. Ni ruido.
Sin voces, ni risas.
Sin pandereta,
sin coches, ni algarabía.
 
He parado, por fin
de clases, estudio, cine, libros,
entretenimientos varios para no pensar
ni querer darme cuenta.
He parado y he asumido que tengo miedo.
Porque, en verdad, no sé qué pasa.
Miles de personas están muriendo
y apenas entendemos nada.
Y por más que leo y oigo,
cada vez me siento más desinformada.
 
Hoy ha llovido.
Y la lluvia me pesa sobre la espalda.
Sus gotas, como lágrimas,
hoy me calan.
Porque estamos, de nuevo,
ante esta España destrozada:
La Generación que nos dio tanto,
a la que debemos tantos avances
yéndosenos por millares.
Hoy tengo un nudo en la garganta:
el temor, la pena,
el ruido, la mentira, un grito
que se me atraganta.
 
Ha sonado un trueno
que me ha retumbado en las entrañas.
 
Hoy ha llovido
pero no sabemos, ni adivinamos,
ni queremos anticipar
cómo amanecerá mañana.
 
 
(Escrito en mayo de 2020, durante el confinamiento por pandemia de coronavirus).

Patricia Gómez Sánchez

Vivos, luego libres

 

Un día hablábamos de libertad,
de salir a la calle y poder hablar.
Con las manos negras de jugar con tinta,
escribíamos ríos sobre qué sería eso
y qué hacer para conseguirlo:
Sobre cómo y cuándo llegaría.
Sobre abrazar,
sin miedo,
a quien quisiéramos besar;
vernos y entendernos.
 
Un día hablábamos de libertad,
de salir a la calle y poder gritar.
 
Ahora, las preguntas se formulan de otra forma:
¿Qué o quién es quien nos aprieta?
¿Qué es lo que nos ahoga?
¿Ganamos,
o esto sólo era
otro modo de derrota?
 
"Esta liberación no es la nuestra,
no puede ser, es mentira,
es de plástico:
son toxinas
para engañar nuestros ánimos.
¿Dónde está la llave de nuestras cadenas?
Tanta esperanza
no podía tener como destino esta condena".
 
(¿Merecíamos algo más?)
 
Ahora, después del tiempo,
aquí seguimos,
sin saber todavía si somos
vencedores o vencidos.
 
El debate sigue abierto:
¿Quizá no entendimos
lo que significaba ser libre?
Extender las alas
y abrir la responsabilidad.
Sobre y para nosotros mismos,
sobre y para los demás.
 
Un día hablábamos de libertad,
de salir a la calle y podernos encontrar:
Vivos y con dignidad.
 
(Escrito en agosto de 2020, cuando empieza a repuntar una segunda oleada de contagios por coronavirus y las autoridades y población se debaten sobre qué medidas adoptar para atajar la crisis sanitaria).

Patricia Gómez Sánchez