viernes, 22 de mayo de 2020

Algo se enciende

Anoche 
me atravesó tu nombre,
aun sin quererlo,
sin intención, excusa ni argumento:
sin premeditación ni alevosía
por un segundo te sentí parte de mi historia,
de mi presente,
de mi vida.

Y yo, que no sé si creo en las casualidades, 
no dejo de preguntarme por qué
me has sorprendido justo esta mañana
con un mensaje.

Abriendo algo que había cerrado,
escribiendo un capítulo nuevo
en lo que casi daba por zanjado.

Me extrañas, presiento.
Te extraño, me temo.
Pero no comprendo cuánto, 
ni cómo, ni en qué modalidad
se podría tipificar 
el que nos queramos tanto...

¿Por qué eres tan cobarde,
tan bueno,
tan leal, fiel y responsable?
¿Por qué no apuestas
por encontrar tu merecida felicidad
en otra parte?...

Aunque pueda ocurrir que el tiempo apague algún día esta sed de abrazo,
ahora,
sucedan la distancia, las personas, 
los errores, intentos, 
las otras bocas...
Temores, mentiras, o medias verdades, 
otro pecho y otros labios;
sucedan la prisa, el temor, la ilusión, y hasta el hartazgo...
Transcurra lo que sea,
hoy todavía se enciende algo
cada vez que hablamos.

Patricia Gómez Sánchez
(22/5/2020)

viernes, 15 de mayo de 2020

Déjame conciencia



Déjame dormir esta noche
asida a su abrazo
perpetuo,
que se lanza
y no prescribe ni caduca
por mucho que le diga que no.

Déjame dormir esta noche,
aunque el beso se me atragante
en la garganta
mientras lo contengo victoriosa,
aun a riesgo de morir
ahogada en mi propia negación.

Déjame dormir haciendo que duermo,
o que vivo mientras sueño,
aunque desfallezca de ganas cuando despierte
imaginando su presencia a mi lado:
el compás de un latido apasionado
que me colma, extasía y, a la vez,
que me duele como mil arañazos.

Déjame morir en el deseo,
en ese punto donde la vida y la muerte
confluyen,
siendo dos caras de lo mismo:
lucha cuerpo a cuerpo
y, lo demás, al azar de un Destino.

Déjame soñar
que lo moral no era indecente.

Déjame dormir esta noche, conciencia,
tentando a mi suerte,
libre y decente
porque los sueños
se quedaron en la mente.

Patricia Gómez Sánchez (2015, rescatando cosillas)
Imagen: elpaís.com

lunes, 11 de mayo de 2020

Instantes


Son las cinco menos cuarto de la mañana y en la planta baja de casa han empezado a sonar ruidos.
Me pongo la bata y bajo la escalera para averiguar qué está sucediendo, aunque casi puedo intuir que será mi abuelo, que se ha despertado también esta noche. Normalmente, duerme desde que el sol se esconde hasta que aparece, o incluso menos, como hoy, probablemente. Porque dice que "a él no le gusta andar de noche, quiere recibir al día completamente despierto. Sin pereza".
No son muchas horas de sueño, sobre todo en verano claro, pero él dice que es mayor y que "los viejos ya no necesitamos dormir porque no desgastamos, hermosa".
Cómo me gusta cuando dice "hermosa", qué educado es, qué palabras tan tiernas y sabias tiene siempre, a pesar de todo: de la demencia, que empieza a hacerle estragos y a veces le estropea el genio; de que no acaba de entender por qué estamos encerrados; de tantos cambios... A pesar de tanto como ocurre a su alrededor, él sabe todavía mantener la calma, la paciencia.
Protesta un poco, sí, pero acaba escuchando y queriendo comprendernos. O haciendo que nos comprende para que nos quedemos más tranquilas.
También dice que los viejos no tienen nunca calor  porque se van enfriando y "se nota que la sangre circula más lenta", aclara.
Compara la vida con una llama que se va apagando.
A lo mejor eso le ha pasado hoy, que se ha desvelado porque tiene frío.
Ahora vive con nosotras, con mi madre, con mi hermana y conmigo, de forma provisional mientras dure el estado de alarma. O incluso más, porque queremos que siga aquí hasta que no exista ningún riesgo para él.
Termino de bajar la escalera, cruzo el pasillo y, efectivamente, compruebo que los ruidos que sonaban los hacía mi abuelo.
Porque, aunque él diga que se va enfriando, yo pienso que sigue siendo el mismo hombre activo, inquieto y enérgico que no iba a una fiesta sin terminar cantando "Mi carro me lo robaron".
A mí me parece que, lejos de estarse apagando, miles de llamas flamean en su interior. Para tener 92 años, mi abuelo, Don José, es un ejemplo de entusiasmo y modernidad, entre muchas otras cosas.
Aquí está en el hall, sentado en la silla que hay junto a la puerta que da a la calle, con la cara desencajada y unos ojos que denotan preocupación. Me mira y me dice que cree que ha perdido las llaves de casa y necesita salir para tomar el almuerzo con su hermano.
Yo le intento ubicar, haciéndole entender, sin decírselo directamente, que su hermano no está:
-Abuelo, -le digo- piensa bien, a ver, ¿dónde está tu hermano?
-Ahh, claro, él murió hace muchos años, "el pobrecillo". Qué pena, con lo bueno que era.
-¿Y tu tía?- pregunta refiriéndose a mi abuela.

Lo miro con una cara que ya ha visto antes varias veces, que reconoce y sabe interpretar e, inmediatamente, recuerda, o deduce, que ella también nos abandonó hace tiempo.
Se hace un silencio, se queda serio y camina hasta el cuartito.
Ya no busca las llaves. Se sienta en el sofá y yo en el sillón de enfrente.
¿Cuántas veces tendrá que vivir todavía ese corazón, como si fueran nuevas, las muertes de sus seres queridos?
Nos quedamos largo rato en silencio, un silencio cómodo, en el que nos acompañamos mutuamente por encima de los años, más allá de las vivencias que nos separan, de las imprecisiones de su demencia y de mi indeterminada juventud, de sus despropósitos y mis torpezas; juntos, más allá del tiempo y del espacio.
Nos encontramos en muchos puntos: en las personas que tenemos y tuvimos en común: su esposa, mi abuela; sus hijos, mi madre y mis tíos; sus bisniestos, mis niños del alma, en lo que nos admiramos, en ese algo inmenso que hace que nos queramos tanto.

De vez en cuando, le miro de reojo y veo que a ratos se queda dormido. Otras veces pasa varios minutos mirando al reloj. No sé muy bien qué estará pensando, pero creo que pronto empezará la ronda de preguntas sobre las llaves, garrote, familia...
Mientras lo observo, pienso en lo menudito que se ve ahí en el sofá, tan vulnerable, expuesto, tan aparentemente frágil... Y, a la vez, con un corazón tan acostumbrado a vivir, a los golpes, al dolor, a la alegría, a las sorpresas, a guerras, enfrentamientos, avances, novedades... Capaz de adaptarse a todo, objetivo, imparcial, justo… Tan necesario para mí... Tan grande...
Esa capacidad de llorar, volver a llorar y reponerse, en silencio, con calma, superando lo que venga; con tantas ganas de quedarse para seguir con sus rutinas, dando al tiempo la importancia que merece, mirando su reloj y viendo pasar los segundos, minutos, años...
(Un reloj que no estará nunca muy gastado porque mi abuelo estrena relojes con mucha frecuencia, cada vez que estropea aquél al que intentó dar cuerda cuando su mente volvió al pasado).
Lo veo ahí tumbado y los ojos se me ponen vidriosos mientras intento contener el nudo que se me forma en la garganta.
Cuando están a punto de delatarme las lágrimas, suena el reloj de la iglesia. Dan los seis tonos y comienzan las preguntas:
-Oye Patri, son las seis, ¿tú sabes dónde tengo las llaves de mi casa? ¿Y el garrote? Anda, ayúdame a buscarlo y te invito a desayunar donde Paco.
Yo empiezo de nuevo con mi turno de respuestas, hasta que paro y le propongo:
-Oye abuelo, ¿quieres bailar un pasodoble conmigo?
Él sonríe muy contento, dice que sí con la cabeza y me pregunta: -¿Qué son, fiestas ahora?
Yo le respondo: -Podría ser abuelo. Puede ser fiesta cuando nosotros queramos.

Y ahí nos quedamos, bailando un pasodoble, a nuestro ritmo, mientras los demás duermen y el reloj de la iglesia nos acompaña dando las seis.


Patricia Gómez Sánchez
(11/5/2020)

martes, 5 de mayo de 2020

Yo no puedo salvar el mundo con un poema


Yo no quiero salvar tu mundo
con un poema.
Ojalá pudiera.

Ni siquiera salvo el mío
con tanto que escribo.

Yo quiero
poner puntos y comas a mis ideas
que, a veces, serán un poco tuyas,
(tan en lo racional como en lo revueltas);
porque estamos predestinados a coincidir:
humanos, hermanos,
entre los instintos primarios
sobre vivir y morir.

Quiero que cuando los precipicios
vengan a buscarte
encuentres armas para poder alejarte.

Que cuando quieras rendirte
oigas de fondo una voz que te recuerde
por qué lo elegiste.

Que te observes,
te pierdas, pero te encuentres.

Que puedas dar la espalda
a un amante que no te quería,
que sólo te utilizaba
para llenar sus horas vacías.

Que te des cuenta
que el mundo no se reduce
a esas voces que suenan
anónimas y perdidas.

Yo no quiero salvar el mundo
con poesía
porque, aunque quisiera, no podría.

Yo quiero daros palabras
con que expresar la pena o la alegría,
entre muchos otros sentimientos,
como la desidia, el temor, la abulia o la apatía.

La poesía no nos salva
pero bien podremos,
cuando sea necesario,
entregarnos
a sus redentoras palabras.

Yo quiero contar una historia
que jamás será nueva.
Porque eso es la Historia:
un círculo, un hombre que da vueltas
y otros tantos que lo interpretan.


La poesía, la escritura…
como espejos
de una sociedad que perdura.
Que necesitamos,
desde la cueva a la piedra,
y de la piedra a la pantalla;
en esa conexión directa
entre los pueblos y sus almas.

Poesía:
para aprender a comprender
la rotación de un pueblo
en artificial armonía,
entre la perfección de sus ideas
y su distorsionada sintonía.

Lo que somos y seremos:
el hombre de Platón,
asomándose desde la Caverna,
los Emperadores y Reyes
queriendo conquistar todas las tierras.
Emperatrices, esclavas y reinas…
Fuimos los griegos
intentando explicar
dónde termina el planeta
y somos Miguel Ángel
dando forma a sus piedras.

Somos y seremos
habitantes de todos los tiempos,
aunque para darnos cuenta
haya que salir de ellos.

Somos la contradicción implícita
en cada giro de la Tierra:
pensamiento, realidad y lírica
persiguiendo al tiempo
en vueltas perpetuas. 

Yo no puedo salvar el mundo
con un poema,
pero quiero encontrarme
con todos
en cada letra.
Quiero sentir
que algo más que sangre
corre por mis venas.
Yo quiero escribir
para que sean más leves las cadenas.


Patricia Gómez Sánchez
(30/4/2020).