Son las cinco menos
cuarto de la mañana y en la planta baja de casa han empezado a sonar ruidos.
Me pongo la bata y
bajo la escalera para averiguar qué está sucediendo, aunque casi puedo intuir
que será mi abuelo, que se ha despertado también esta noche. Normalmente,
duerme desde que el sol se esconde hasta que aparece, o incluso menos, como
hoy, probablemente. Porque dice que "a
él no le gusta andar de noche, quiere recibir al día completamente despierto.
Sin pereza".
No son muchas horas
de sueño, sobre todo en verano claro, pero él dice que es mayor y que "los viejos ya no necesitamos dormir porque
no desgastamos, hermosa".
Cómo me gusta cuando
dice "hermosa", qué educado
es, qué palabras tan tiernas y sabias tiene siempre, a pesar de todo: de la
demencia, que empieza a hacerle estragos y a veces le estropea el genio; de que
no acaba de entender por qué estamos encerrados; de tantos cambios... A pesar
de tanto como ocurre a su alrededor, él sabe todavía mantener la calma, la
paciencia.
Protesta un poco, sí,
pero acaba escuchando y queriendo comprendernos. O haciendo que nos comprende
para que nos quedemos más tranquilas.
También dice que los
viejos no tienen nunca calor porque se
van enfriando y "se nota que la
sangre circula más lenta", aclara.
Compara la vida con
una llama que se va apagando.
A lo mejor eso le ha
pasado hoy, que se ha desvelado porque tiene frío.
Ahora vive con
nosotras, con mi madre, con mi hermana y conmigo, de forma provisional mientras
dure el estado de alarma. O incluso más, porque queremos que siga aquí hasta
que no exista ningún riesgo para él.
Termino de bajar la
escalera, cruzo el pasillo y, efectivamente, compruebo que los ruidos que
sonaban los hacía mi abuelo.
Porque, aunque él
diga que se va enfriando, yo pienso que sigue siendo el mismo hombre activo,
inquieto y enérgico que no iba a una fiesta sin terminar cantando "Mi carro me lo robaron".
A mí me parece que,
lejos de estarse apagando, miles de llamas flamean en su interior. Para tener
92 años, mi abuelo, Don José, es un ejemplo de entusiasmo y modernidad, entre
muchas otras cosas.
Aquí está en el hall,
sentado en la silla que hay junto a la puerta que da a la calle, con la cara
desencajada y unos ojos que denotan preocupación. Me mira y me dice que cree
que ha perdido las llaves de casa y necesita salir para tomar el almuerzo con
su hermano.
Yo le intento ubicar,
haciéndole entender, sin decírselo directamente, que su hermano no está:
-Abuelo, -le digo- piensa
bien, a ver, ¿dónde está tu hermano?
-Ahh, claro, él murió hace muchos años, "el pobrecillo". Qué
pena, con lo bueno que era.
-¿Y tu tía?- pregunta refiriéndose a mi
abuela.
Lo miro con una cara
que ya ha visto antes varias veces, que reconoce y sabe interpretar e,
inmediatamente, recuerda, o deduce, que ella también nos abandonó hace tiempo.
Se hace un silencio,
se queda serio y camina hasta el cuartito.
Ya no busca las llaves.
Se sienta en el sofá y yo en el sillón de enfrente.
¿Cuántas veces tendrá
que vivir todavía ese corazón, como si fueran nuevas, las muertes de sus seres
queridos?
Nos quedamos largo
rato en silencio, un silencio cómodo, en el que nos acompañamos mutuamente por
encima de los años, más allá de las vivencias que nos separan, de las
imprecisiones de su demencia y de mi indeterminada juventud, de sus
despropósitos y mis torpezas; juntos, más allá del tiempo y del espacio.
Nos encontramos en
muchos puntos: en las personas que tenemos y tuvimos en común: su esposa, mi
abuela; sus hijos, mi madre y mis tíos; sus bisnietos, mis niños del alma, en
lo que nos admiramos, en ese algo inmenso que hace que nos queramos tanto.
De vez en cuando, lo
miro de reojo y veo que a ratos se queda dormido. Otras veces pasa varios
minutos mirando al reloj. No sé muy bien qué estará pensando, pero creo que
pronto empezará la ronda de preguntas sobre las llaves, garrote, familia...
Mientras lo observo,
pienso en lo menudito que se ve ahí en el sofá, tan vulnerable, expuesto, tan
aparentemente frágil... Y, a la vez, con un corazón tan acostumbrado a vivir, a
los golpes, al dolor, a la alegría, a las sorpresas, a guerras,
enfrentamientos, avances, novedades... Capaz de adaptarse a todo, objetivo,
imparcial, justo… Tan necesario para mí... Tan grande...
Esa capacidad de
llorar, volver a llorar y reponerse, en silencio, con calma, superando lo que
venga; con tantas ganas de quedarse para seguir con sus rutinas, dando al
tiempo la importancia que merece, mirando su reloj y viendo pasar los segundos,
minutos, años...
(Un reloj que no
estará nunca muy gastado porque mi abuelo estrena relojes con mucha frecuencia,
cada vez que estropea aquél al que intentó dar cuerda cuando su mente volvió al
pasado).
Lo veo ahí tumbado y
los ojos se me ponen vidriosos mientras intento contener el nudo que se me
forma en la garganta.
Cuando están a punto
de delatarme las lágrimas, suena el reloj de la iglesia. Dan los seis tonos y
comienzan las preguntas:
-Oye Patri, son las seis, ¿tú sabes dónde tengo las llaves de mi casa?
¿Y el garrote? Anda, ayúdame a buscarlo y te invito a desayunar donde Paco.
Yo empiezo de nuevo
con mi turno de respuestas, hasta que paro y le propongo:
-Oye abuelo, ¿quieres bailar un pasodoble conmigo?
Él sonríe muy
contento, dice que sí con la cabeza y me pregunta:
-¿Qué
son, fiestas ahora?
Yo le respondo:
-Podría ser abuelo. Puede ser fiesta cuando nosotros queramos.
Y ahí nos quedamos,
bailando un pasodoble, a nuestro ritmo, mientras los demás duermen y el reloj
de la iglesia nos acompaña dando las seis.
(A mi abuelo. Escrito
el 11 de mayo de 2020, durante el confinamiento por pandemia de coronavirus).
Patricia Gómez Sánchez