lunes, 11 de mayo de 2020

Instantes


Son las cinco menos cuarto de la mañana y en la planta baja de casa han empezado a sonar ruidos.
Me pongo la bata y bajo la escalera para averiguar qué está sucediendo, aunque casi puedo intuir que será mi abuelo, que se ha despertado también esta noche. Normalmente, duerme desde que el sol se esconde hasta que aparece, o incluso menos, como hoy, probablemente. Porque dice que "a él no le gusta andar de noche, quiere recibir al día completamente despierto. Sin pereza".
No son muchas horas de sueño, sobre todo en verano claro, pero él dice que es mayor y que "los viejos ya no necesitamos dormir porque no desgastamos, hermosa".
Cómo me gusta cuando dice "hermosa", qué educado es, qué palabras tan tiernas y sabias tiene siempre, a pesar de todo: de la demencia, que empieza a hacerle estragos y a veces le estropea el genio; de que no acaba de entender por qué estamos encerrados; de tantos cambios... A pesar de tanto como ocurre a su alrededor, él sabe todavía mantener la calma, la paciencia.
Protesta un poco, sí, pero acaba escuchando y queriendo comprendernos. O haciendo que nos comprende para que nos quedemos más tranquilas.
También dice que los viejos no tienen nunca calor  porque se van enfriando y "se nota que la sangre circula más lenta", aclara.
Compara la vida con una llama que se va apagando.
A lo mejor eso le ha pasado hoy, que se ha desvelado porque tiene frío.
Ahora vive con nosotras, con mi madre, con mi hermana y conmigo, de forma provisional mientras dure el estado de alarma. O incluso más, porque queremos que siga aquí hasta que no exista ningún riesgo para él.
Termino de bajar la escalera, cruzo el pasillo y, efectivamente, compruebo que los ruidos que sonaban los hacía mi abuelo.
Porque, aunque él diga que se va enfriando, yo pienso que sigue siendo el mismo hombre activo, inquieto y enérgico que no iba a una fiesta sin terminar cantando "Mi carro me lo robaron".
A mí me parece que, lejos de estarse apagando, miles de llamas flamean en su interior. Para tener 92 años, mi abuelo, Don José, es un ejemplo de entusiasmo y modernidad, entre muchas otras cosas.
Aquí está en el hall, sentado en la silla que hay junto a la puerta que da a la calle, con la cara desencajada y unos ojos que denotan preocupación. Me mira y me dice que cree que ha perdido las llaves de casa y necesita salir para tomar el almuerzo con su hermano.
Yo le intento ubicar, haciéndole entender, sin decírselo directamente, que su hermano no está:
-Abuelo, -le digo- piensa bien, a ver, ¿dónde está tu hermano?
-Ahh, claro, él murió hace muchos años, "el pobrecillo". Qué pena, con lo bueno que era.
-¿Y tu tía?- pregunta refiriéndose a mi abuela.

Lo miro con una cara que ya ha visto antes varias veces, que reconoce y sabe interpretar e, inmediatamente, recuerda, o deduce, que ella también nos abandonó hace tiempo.
Se hace un silencio, se queda serio y camina hasta el cuartito.
Ya no busca las llaves. Se sienta en el sofá y yo en el sillón de enfrente.
¿Cuántas veces tendrá que vivir todavía ese corazón, como si fueran nuevas, las muertes de sus seres queridos?
Nos quedamos largo rato en silencio, un silencio cómodo, en el que nos acompañamos mutuamente por encima de los años, más allá de las vivencias que nos separan, de las imprecisiones de su demencia y de mi indeterminada juventud, de sus despropósitos y mis torpezas; juntos, más allá del tiempo y del espacio.
Nos encontramos en muchos puntos: en las personas que tenemos y tuvimos en común: su esposa, mi abuela; sus hijos, mi madre y mis tíos; sus bisniestos, mis niños del alma, en lo que nos admiramos, en ese algo inmenso que hace que nos queramos tanto.

De vez en cuando, le miro de reojo y veo que a ratos se queda dormido. Otras veces pasa varios minutos mirando al reloj. No sé muy bien qué estará pensando, pero creo que pronto empezará la ronda de preguntas sobre las llaves, garrote, familia...
Mientras lo observo, pienso en lo menudito que se ve ahí en el sofá, tan vulnerable, expuesto, tan aparentemente frágil... Y, a la vez, con un corazón tan acostumbrado a vivir, a los golpes, al dolor, a la alegría, a las sorpresas, a guerras, enfrentamientos, avances, novedades... Capaz de adaptarse a todo, objetivo, imparcial, justo… Tan necesario para mí... Tan grande...
Esa capacidad de llorar, volver a llorar y reponerse, en silencio, con calma, superando lo que venga; con tantas ganas de quedarse para seguir con sus rutinas, dando al tiempo la importancia que merece, mirando su reloj y viendo pasar los segundos, minutos, años...
(Un reloj que no estará nunca muy gastado porque mi abuelo estrena relojes con mucha frecuencia, cada vez que estropea aquél al que intentó dar cuerda cuando su mente volvió al pasado).
Lo veo ahí tumbado y los ojos se me ponen vidriosos mientras intento contener el nudo que se me forma en la garganta.
Cuando están a punto de delatarme las lágrimas, suena el reloj de la iglesia. Dan los seis tonos y comienzan las preguntas:
-Oye Patri, son las seis, ¿tú sabes dónde tengo las llaves de mi casa? ¿Y el garrote? Anda, ayúdame a buscarlo y te invito a desayunar donde Paco.
Yo empiezo de nuevo con mi turno de respuestas, hasta que paro y le propongo:
-Oye abuelo, ¿quieres bailar un pasodoble conmigo?
Él sonríe muy contento, dice que sí con la cabeza y me pregunta: -¿Qué son, fiestas ahora?
Yo le respondo: -Podría ser abuelo. Puede ser fiesta cuando nosotros queramos.

Y ahí nos quedamos, bailando un pasodoble, a nuestro ritmo, mientras los demás duermen y el reloj de la iglesia nos acompaña dando las seis.


Patricia Gómez Sánchez
(11/5/2020)

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