Una vez leí que,
llegado un determinado momento, o tomas la decisión de cortar con algo, o con
alguien, o corres el riesgo de quedarte ahí para siempre.
Aquella lectura
penetró tanto en mi subconsciente que, desde entonces, analizo cada detalle,
intentando darme cuenta de cuándo podré estar al borde del precipicio, cuándo
estaré ante ese instante que lo puede determinar todo.
...
Aquella mañana era
sábado y llovía. Andrés me propuso salir de excursión y yo acepté. Supongo que
pudo más nuestro temor a quedarnos solos, con el tedio que eso suponía, que las
precipitaciones, que no eran nada comparado con la situación meteorológica por
la que atravesaba nuestra relación. Preparamos todo y subimos al coche, donde,
como de costumbre, él conducía. Siempre le gustó mostrarme su gran sentido de
la orientación. Desde que subí al asiento del copiloto, no pude dejar de
observar una mota de polvo que iba y venía en el salpicadero. Saltaba de un
sitio a otro, sin sobrepasar nunca de un radio de unos 5 centímetros. Supongo
que me recordaba a mi propia vida. Él hablaba de cosas que no tenían mucho
sentido para mí, así que yo prefería analizar el comportamiento del ácaro sobre
el salpicadero.
En otro momento
hubiese hecho un gran esfuerzo por seguir su monólogo y recordar después todo
lo que hablaba, pero ese día en concreto no tenía ánimo para ello. Andrés se
esforzaba en llamar mi atención como un niño cuando necesita sentirse valioso.
Me lanzaba preguntas cortas y sencillas, que me permitían salir del paso con
algún monosílabo; o, incluso, pronunciaba mi nombre con cierta ternura para
enfatizar la apelación, “¿entiendes Ana?”.
Normalmente, no le
interesaba tanto mi opinión. Yo ya le había hecho llegar antes todas estas
cuestiones que me invadían en aquel momento la cabeza y, sobre todo, el
corazón. Por todos los medios: hablando, debatiendo, discutiendo, intentando
que razonara tantas y tantas cosas… Pero nada podía hacer que cambiara la valoración
que tenía sobre mí. Ya lo había asumido: Andrés nunca consideraría mi opinión
como algo verdaderamente a tener en cuenta. Él quería decidir por sí solo las
cuestiones importantes, de modo que yo ya sabía que los momentos en que me
comentaba algo eran sencillamente para evitar mis reproches o para, en palabras
suyas, “que yo me quedara contenta”.
Todo hubiese sido
mucho más fácil si él no se hubiese empeñado tanto en intentar probar que nos
queríamos. Porque nunca entendió que eso, o sale solo, o no es. No podía
pretender convencerme de que nos iba bien. Pero lo intentaba. Podría parecer
que se debía a que él sí me quería, a su manera. Eso había pensado durante
mucho tiempo. Que me quería a su manera. Hasta que, dos años antes de aquella
excursión en coche, Carla apareció para cambiar mi manera de ver las cosas. Y
me hizo darme cuenta de que no era sólo a mí a quien regalaba poemas y cartas
de amor, ni con quien se alojaba en habitaciones de hotel en destinos costeros.
Carla le duró un par
de veranos.
Él me dijo que rompió
aquella relación porque me quería a mí por encima de todas las cosas. A mí me
hubiese gustado saber la versión de Carla.
Si no hubiese sido
tan orgulloso como para querer continuar una historia acabada, sólo por el
hecho de no querer admitir que un día se equivocó, todo hubiese sido más
sencillo. Yo ni siquiera le culpé por haber tenido aquella aventura con Carla,
me pareció lógico, porque tal vez la opinión de ella sí le importaba. Yo
esperaba que aquello supusiera el punto final definitivo.
Pero no.
Ya llevábamos 6 años
juntos (1 sin convivencia y 5 con convivencia) y sería un caos romper con todo.
No teníamos hijos, pero sí conocíamos a nuestras respectivas familias, amigos, teníamos
planes, proyectos juntos... Demasiada gente, demasiados días y demasiado miedo.
¿Era demasiado tarde?
Recuerdo que mientras seguía pensando todo esto, observando la lluvia, y la
mota de polvo, recordé el precipicio. Y la frase: "O saltas, o te quedas
ahí para siempre".
Él seguía con su
monólogo imparable. No se daba cuenta de que ya ni le respondía con monólogos.
Mi angustia interna iba in crescendo, el pulso se me aceleraba y a ratos sentía
que el corazón se me había instalado en la garganta. Veía el precipicio, las
Navidades de este año, y de los posteriores, los veraneos y sus posados, los
regalos, la boda de mi hermana, con Andrés cogiéndome por el hombro, y veía a
Carla, a sus amigos, “¿entiendes Ana?”,
los “Andrés deberías tenerme más en
cuenta”, a mis compañeras de trabajo, el proyecto que había que entregar el
mes que viene, veía a los hijos que tendríamos…
Y entendí que era
ahí, y era ahora.
Paramos a tomar un
refresco y observé cómo discutía una pareja en la mesa de al lado. Discutían
tan naturales, tan tiernos, tan desde el fondo… Que sentí envidia. Yo quería
discutir así con alguien. Jamás había hablado tan sinceramente con ninguna de
mis parejas. Y entonces me di cuenta de que las cosas no son solamente lo que
son, sino lo que nos transmiten, lo que podemos entrever.
Y supe que era ahí, y
ahora. Ahora o nunca.
Así que cogí mi bolso
y salté.
Patricia Gómez Sánchez
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