martes, 2 de marzo de 2010

Larra, entre la libertad y la condena

Cuando me he asomado a tus palabras, a tus textos, a tus artículos, he sufrido contigo, he sentido tu inadaptación, tu falta de sitio, tu desánimo y tu energía. Tienes ese inconformismo que sólo se atreven a denunciar aquellos a quienes la sociedad les duele, aquellos que se sienten comprometidos, ligados a ese lugar en que están de paso. Porque esas personas no se sienten de paso, sino que se sienten integrados en el mundo, sienten que ellos son el mundo, que pueden y deben sentirlo como sienten su cuerpo o su mente.
Cuando te he leído he visto en ti ese sueño de eternidad, esa ilusión de trascendencia; he compartido contigo la esperanza del olvido del tiempo, del olvido del ahora.
Alabo tu sacrificio, el sacrificio de tus propios pensamientos, tiempo y espacio para entregarlos a una causa que considerabas justa. Entregaste tu vida a la denuncia, a los intentos de mejorar el tiempo, la política, la cultura; tu espíritu era enérgico, siempre atrevido a levantar la voz, siempre atrevido a burlar al poder y nunca entregado a ningún dios.
Quizás pueda sorprender saber que nunca estuviste mal pagado, que tuviste cierta fama en la época y que, a pesar de eso, siempre sentiste vacío, pena, soledad e incomprensión. Tus carencias eran del alma: carencias de un amigo a quien contar todo, carencias de una sociedad abierta a tus ideas, un gobierno justo dispuesto a atender a sus ciudadanos. Tu lugar estaba más allá de esta realidad; aspiraste, en tu sueño romántico a conquistar las Grandes Ideas, aspiraste a la realización de propósitos demasiado complejos. Tal vez haya quien te acuse de egoísta, defensor de una moral objetiva (la tuya propia); podrás ser tachado de prepotente y engreído, de caprichoso o soñador; pero yo más bien te considero un espíritu atormentado que creyó firmemente en algo y luchó por ello hasta el hastío, hasta la desilusión más absoluta, hasta la ruptura de los sueños. Cuando un hombre pierde sus sueños, lo ha perdido todo. Cuando un hombre sueña demasiado, como a ti te pasó, comienza una pendiente resbaladiza de la que es difícil regresar. Eso te pasó a ti, pobrecito hablador, que tanto quisiste delimitar con palabras, que tanto quisiste reducir a la imposible explicación lógica. Un sueño te dio vida, y ese mismo sueño te la quitó.
Un pensamiento constante en ti fue: “No me escuchan, no me quieren, no me entienden, ¿dónde está mi público?”. Grave error es el de quien cree que existe un bien común. Condenado está aquél que se atreve a pensar en una comunidad. El ser humano es subjetivo, es individuo que piensa en su propio beneficio. Ya dudaste que existiera el público, y ese debiera haber sido el camino para librarte del fatal destino que te absorbió. Pero, pronto, abandonaste ese camino, renegaste para siempre a la frustración, negaste a tu espíritu la afirmación constante de realidad, te negaste a aceptar el absurdo como lo natural, no quisiste renunciar a un sueño, y lo perseguiste hasta sus últimas consecuencias.
Fuiste hombre reclamando palabras: conmovedora escena de un alma que apuesta por un propósito tan simplemente humano: el raciocinio de los seres pensantes. Un alma reclamando que no le tapasen la boca, que le dejaran hablar, que le permitieran velar por el bien de su sociedad. Complejidad de hombre que no se conforma con la existencia, capaz de sacrificarse defendiendo las expresión de las impresiones por el verbo, inacabado siempre.
Renegando de toda ideología, espíritu libre que nació para morir de libertad, caído en la trampa del logos, atrapado en la telaraña del pensamiento. Las palabras te esclavizaron. Las palabras, esa aspiración imparable de abstracción, esa ilusión tuya, ese presentimiento de que tal vez algún día.

Fueron sus palabras, las que tanto lo liberaron y tanto lo esclavizaron. Alma de sueño que nació para volar un día. Romántico entregado a sus Ideas, romántico que luchó y murió por ellas.
Decía Vicente Aleixandre:
“Y son los hombres los que traducen luego con su signo o palabras la respuesta a la vida. La palabra responde, por el mundo. Pero, a veces, muchas más veces, la palabra limita con el hombre, es el hombre”.
Larra comió del fruto del árbol envenenado. Comió de ese árbol de la ciencia que describía Pío Baroja. Larra fue el hombre atrapado por su destino de fugacidad. El hombre, como decía Blas de Otero es “un ángel con grandes alas de cadenas”. Algo dentro de él aspira a luna, pero unas cadenas lo ligan a la tierra.
Tal vez ya en su etapa final, en esa conversación con el ficticio criado, Larra comienza a darse cuenta de que está equivocándose, de que aspira a imposibles, pero poco después de este artículo se suicidó. Porque se negaba a la frustración. Su espíritu estaba ya condenado a ser esencia y trascender.
Por esto podemos hoy leer a Larra y sentirle tan actual: porque penetró hasta esos lugares comunes a todo ser humano, esas características propias de todo hombre. Larra seguirá muchos siglo más volando sobre esos seres, inundando esas mentes que transitan este mundo, y encontrará siempre corazones en los que calar, encontrará siempre gentes sedientas de sus palabras, que se encontrarán en la soledad de sus condenas.

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