viernes, 2 de octubre de 2009

REDENCIÓN

Todo lo humano tiene límites. Nunca, nadie, podrá abarcar todo. La realidad, los conocimientos, son inabarcables. Y por eso, creo que cada uno de nosotros debe reflexionar profundamente sobre una parcela de esa realidad. Debemos sólo intentar abarcar aquel mínimo espacio de la inmensidad, de la inconmesurable realidad, hacerlo muy, muy nuestro, mimarlo, restablecerlo y vivir con él. Si aspiramos a meter toda la caótica realidad en nuestra mente, acabaremos por volvernos locos. El hombre, magnánimo por naturaleza, pedante por naturaleza también, prepotente por naturaleza, siempre cree que podría conseguir más de lo que ha conseguido. Unos, desisten por pereza; otros, insisten sin parar, durante toda su vida, a meter más y más teorías en sus cabezas, excusando de esta manera el patetismo de sus pobres existencias; otros, descubren que la realidad como término abstracto no existe, y entonces son conscientes de que se trata de que cada persona haga “su” realidad, y estos se dedican a forjar una existencia lo más bonita, efímera e intensa que el mundo les conceda.

Quizás sea por haber leído tanta filosofía existencialista, o quizás porque intuyo que, al final de todos los caminos, la meta está vacía. Lo intuyo porque así ha sido en mi vida, hasta ahora. Las metas nunca han dado más de lo que me ha podido dar el camino. Y me alegro de haber sabido ir despacio y con tranquilidad. Quizás sea bueno que el hombre tenga una buena meta, pero después las metas no son más que ilusiones. Las ilusiones son imaginación, y la imaginación no es realidad, ni vida, ni vitalidad.

Llegas a la meta. Y ahora qué. Ahora hay que reinventarse; la imaginación no llegó a más. Urge resurgir nuevamente; porque tu mente tiene muchas ideas y no te dejan tranquilo; y los pensamientos vienen a la mente y te apabullan; y en mañanas como las de hoy no puedo estar tranquila en clase, y en mi vida, porque querría que todo parar y meterme en mi habitación y escribir durante muchas horas seguidas todo esto que me brota. Y esto sé que es una tarea inútil. Antes me sentía orgullosa cuando escribía bonito, hoy lo veo como otra de tantas cosas inútiles que hago en la vida. Y es que, al final, todo es inútil. Por tanto, ahora no creo en el rigor, ni los formalismos, ni las apariencias. Porque eso son sólo engaños. Porque todo eso es inútil, y más banal de lo que pueda parecer. Ahora quiero ser una exploradora, y abrirme a nuevos campos, y hacer cosas que no sé, y explorar todo eso que no se me da bien.

La gente me desencanta; los libros me apasionan y me deleitan, pero siento que se me están agotando. Los filósofos contemporáneos y existencialistas creen haber dado con el secreto de la felicidad y afirman orgullosos que hay que vivir al día, disfruta, vive el presente. Y me llegaron a convencer, pero hoy no me sirve eso. Tal vez mañana. ¿Cómo vivir en el presente si el presente me obliga constantemente a plantearme la idea de lo eterno? Es eterna la amistad, el amor, la ternura, son eternas las pequeñas cosas. Hay un alma latente en cada acción, ¿cómo tomársela entonces a la ligera? Esta filosofía está incompleta. ¿Cuál no lo está? Todo está incompleto, inacabado, y por eso necesita reinventarse cada fracción de tiempo. Esta es nuestra condena, y nuestro milagro. Más allá de los límites de la imaginación está la Nada.
Es una y otra vez lo mismo. Vivo en un continuo y monótono dejavu. Lo único que siento nuevo soy yo misma. Por eso escribo, porque me renuevo en la escritura. Sólo me salva la poesía y la prosa surrealista, que me ofrecen la eternidad mundana que necesito para poner un poco de coherencia a toda esta locura. Hay un tensión entre la vida que llama a la muerte y la mente que llama a la infinitud; sólo en el Arte puedo hallar mi redención.
Y, tras esto, es obligado dejaros un poco de Arte:
"La verdadera novedad es lo que no envejece, pese al tiempo.
Es ta eclosión de la belleza en el corazón mismo de las pasiones efímeras, ¿no es acaso a lo que todos aspiramos?
La contemplación de la eternidad en el movimiento mismo de la vida".
De Muriel Barbery, "La elegancia del erizo"

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