sábado, 12 de diciembre de 2009

Destino de la carne


Desde que te he leído, desde que el azar ha querido que tus versos llegaran a mis manos, ya no contemplo mejor música para mis oídos. Porque has arrastrado hasta ti todos mis sentidos; porque son nulos a cualquier otra llamada de vida, de luz, de calor. Por tus palabras se me desvela un gran mundo, tu mundo: sabio, cruel, final, definitivo. Llenas mis horas con esa melancólica alegría de los espíritus solitarios, con esa triste lucidez del loco que despierta a la vida, con esa dulce lágrima que corre por una mejilla conmovida. Por tus ríos de letras, esos manantiales inagotables que todo lo conjugan, que todo lo delimitan y lo enuncian en sus justas realidades, conseguiste evadirme de las conversaciones más banales, de las explicaciones más vacuas, de los ruidos más estridentes, de los cielos más grises. Has inundado mis venas, mis pulmones, hasta mi recóndito sentimiento; y sólo emana de mis poros tu verso hecho carne: revivido tú, resucitado, vuelto a la vida en la inmortalidad de un poema.

DESTINO DE LA CARNE
“No, no es eso. No miro
del otro lado del horizonte un cielo.
No contemplo unos ojos tranquilos, poderosos,
que aquietan a las aguas feroces que aquí braman.
No miro esa cascada de luces que descienden
de una boca hasta un pecho, hasta unas manos blandas,
finitas, que a este mundo contienen, atesoran.

Por todas partes veo cuerpos desnudos, fieles
al cansancio del mundo. Carne fugaz que acaso
nació para ser chipa de luz, para abrasarse
de amor y ser la nada sin memoria, la hermosa
redondez de la luz.
Y que aquí está, aquí está, marchitamente eterna,
sucesiva, constante, siempre, siempre cansada.

Es inútil que un viento remoto, con forma vegetal, o una
lengua,
lama despacio y largo su volumen, lo afile,
lo pula, lo acaricie, lo exalte.
Cuerpos humanos, rocas cansadas, grises bultos
que a la orilla del mar conciencia siempre
tenéis de que la vida no acaba, no, heredándose.
Cuerpos que mañana repetidos, infinitos, rodáis
como una espuma lenta, desengañada, siempre.
¡Siempre carne del hombre, sin luz! Siempre rodados
desde allá, de un océano sin origen que envía
ondas, ondas, espumas, cuerpos cansados, bordes
de una mar que no se acaba y que siempre jadea en sus
orillas.

Todos, multiplicados, repetidos, sucesivos, amontonáis
la carne,
la vida, sin esperanza, monótonamente iguales bajo los
cielos hoscos que impasibles se heredan.
Sobre ese mar de cuerpos que aquí vierten sin tregua,
que aquí rompen
redondamente y quedan mortales en las playas,
no se ve, no, ese rápido esquife, ágil velero
que con quilla de acero, rasgue, sesgue,
abra sangre de luz y raudo escape
hacia el hondo horizonte, hacia el origen
último de la vida, al confín del océano eterno
que humanos desparrama
sus grises cuerpos. Hacia la luz, hacia esa escala
ascendente de brillos
que de un pecho benigno hacia una boca sube,
hacia unos ojos grandes, totales que contemplan,
hacia unas manos mudas, finitas, que aprisionan,
donde cansados siempre, vitales, aún nacemos”.

Vicente Aleixandre

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