martes, 29 de diciembre de 2009

No somos lo que pensamos

Antes me gustaba interesar, me gustaba el reconocimiento, sentir que alguien me prestaba atenciones, se interesaba por mis pensamientos.
Ahora todo eso no me importa. Ahora me interesa más escuchar. ¿Por qué?
Quiero aprender de la otra gente, quiero penetrar en ellos, que me cuenten su visión del mundo despacio, pausadamente, que me abran su mundo de experiencias. Empiezo a desconfiar mucho de la mente, de la razón, de la inteligencia. Cada vez se me abre más un nuevo mundo, el de la experiencia sensible, el de los sentidos, las experiencias que por ellos adquiero, el conocimiento que proviene de ellos. Mis sentidos me muestran un mundo que sólo yo puedo experimentar. Ellos me enseñan a descubrir “mi mundo”. En los libros, en las teorías, en las palabras… sólo encuentro el mundo “objetivo”, es decir, el mundo que existe para todos los humanos. En las palabras está el mundo de todos, el común, el general.
Pero, por mis sentidos, descubro mi propio mundo. Por eso lo que más interesante me resulta es que otras personas me cuenten cómo es su mundo, porque es eso lo que aporta conocimiento: que me describan el mundo que es distinto al mío.
Me gusta verles actuar en la vida, ver cómo se guían, qué respuestas dan a los misterios de la vida. Y quiero respetar a cada persona, por eso no creo justo soltar el nombre de un autor, o de un filósofo, o de un poeta para presumir.
El otro día vi una película y dijeron: no somos lo que pensamos. Me resultó más clarificadora que muchos libros que he leído. Me pareció tan, no sé, redentora, salvadora. Mi mente da muchas vueltas. A veces pensamos cosas sobre nosotros, a veces nuestra mente se empeña en clasificarnos como un tipo de persona. Después, hacemos cosas que jamás pensamos que podríamos y nuestra mente se asombra, se desconcierta, porque nos salimos de lo que ella había planeado para nosotros. No debemos fiarnos en exceso de la mente, porque nos puede traicionar y limitar cientos de veces. Hace algunos años pensaba en mi mente demasiado. Me sentía segura sólo en ella, sólo cuando me encontraba aislada, sola, con mi mente, me encontraba totalmente a salvo. Ahora, en cambio, es precisamente mi mente lo que me da miedo. Por eso, cuando quiero realmente vivir, ser feliz, disfrutar… la ignoro. Intento no pensar en nada más, tan sólo en ese momento, en ese instante mágico que existe para mí, que me brinda una oportunidad para ser feliz y estar plena. Hoy, cuando me he levantado, solo asomarme a la ventana, ver la luz, oler el aire, tocar la almohada, sentir la vida me ha hecho feliz. En ese único instante presente me he sentido muy afortunada. Pero no lo digo en términos formales, no es una cuestión de felicidad mirada desde afuera, sino una felicidad desbordada. De pronto he sentido que tanta felicidad no es posible, que había algo de inmoral o pecaminoso (pecaminoso en un sentido alejado del religioso) en ese entusiasmo. Me he sentido poco merecedora de tanta alegría. Y es que en las pequeñas cosas, en ese valorar lo más pequeño, está la verdadera esencia de todo.

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