martes, 26 de mayo de 2009

ÍTACA

Cuando nacemos somos una persona que no sabe nada, que no ha hecho nada, que está por desarrollar. Tenemos todo en potencia, somos cualquier cosa en potencia. Está en nosotros a la vez el talento para el piano, el talento para la escritura, para la ciencia, la física o simplemente para la mendicidad. Cuando nacemos somos cualquier cosa, podemos ser un gran abogado, un buen médico, un prestigioso actor y un escultor genial. No nos conoce nadie, no nos conocemos nosotros mismos. Después va pasando el tiempo y somos unos niños. Y entonces no tenemos conciencia de qué es el mundo, ni de por qué los adultos hablan como hablan, ni entendemos por qué la gente se comporta de ciertas maneras. El niño, sinvergüenza, el niño que no se sabe comportar en público, el niño que suele dejar en ridículo al padre, el niño que no ha a aprendido a reprimirse. Tras esto vamos creciendo, y llegamos a una edad adulta, a la edad de máxima madurez mental. Entonces sí sabemos reprimirnos, sí hemos a prendido a guardarnos de todo lo ajeno, de todo lo exterior. Y entonces es cuando nos creemos superiores, cuando hemos alcanzado la más alta cota de sabiduría. ¡Pobres hombres que se creen que la sabiduría de la madurez acaba ahí! Es necesaria esta etapa, es necesaria la represión para darse cuenta del absurdo de la misma. Se necesita una vida entera para volver a la etapa inicial. Porque ese es el objetivo de una vida, llegar nuevamente a ser un niño. La persona sin miedos, la persona sin respuestas racionales para todo, la persona que se entrega a sus sentimientos y no más que a eso, la persona que no tiene vergüenza de dar su opinión, esa es la persona sabia. Pero, no obstante, entre el niño y el anciano hay una gran diferencia, hay una gran vida de por medio. El anciano sabe quién es, dónde está y por qué. El problema está cuando pasamos directamente de niños a ancianos, cuando siempre somos niños, o cuando nos creemos ancianos antes de que sea su debido tiempo. En “Siddharta” de Hermann Hesse el protagonista piensa que ha sido necesario recorrer un largo camino para volver nuevamente al punto inicial. Pero el camino no ha sido en vano, sino que es un requisito necesario para poder volver y quedarse, para encontrar su sitio. No puedo dejar de transcribir aquí un poema que me gusta muchísimo. Es uno de mis favoritos. Seguro que lo conocéis, el “Ítaca” de Kavafis:

“Cuando emprendas tu viaje a Itaca
pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo.
Ni a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al salvaje Poseidón encontrarás,
si no los llevas dentro de tu alma,
si no los yergue tu alma ante ti.
Pide que el camino sea largo.
Que muchas sean las mañanas de verano
en que llegues -¡con qué placer y alegría!-
a puertos nunca vistos antes.
Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes sensuales,
cuantos más abundantes perfumes sensuales puedas.
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.
Ten siempre a Itaca en tu mente.
Llegar allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguantar a que Itaca te enriquezca.
Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Aunque la halles pobre, Itaca no te ha engañado.
Así, sabio como te has vuelto, con tanta experiencia,
entenderás ya qué significan las Itacas”.

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