martes, 26 de mayo de 2009

Palabras (II)

La escritura

Siempre escribo mucho. Esto no es más que la consecuencia inevitable de que pienso bastante también. Me planteo problemas que no me han surgido, me imagino situaciones en las que nunca he estado, me sitúo en contextos en los que nunca he estado y siento experiencias que jamás he vivido. ¿Y por qué? Pues simplemente porque quiero estar preparada para cuando llegue el momento. Quizás se deba pensar menos y vivir más. Pero yo no creo que ambas cosas sean excluyentes, incluso al contrario, creo que son complementarias. Alguien que no piensa mucho no puede vivir mucho. Vivir no es sólo que te sucedan cosas, no es que el tiempo pase por ti; vivir es también pararse a mirar, a reflexionar, es que tú pases por el tiempo. Cuando pensamos el tiempo se detiene, nos instalamos en un lugar ajeno a toda medición. Cuando pensamos nuestra mente no tiene una hora, ni un lugar, nuestra mente simplemente está. Y es bueno burlar al tiempo de vez en cuando, y no obsesionarse demasiado con él. De nada le sirve a un pintor pintar cuadros y cuadros, nunca apreciará el conjunto de su obra, si no tiene ningún rato libre para pararse a contemplar el conjunto de su obra y hacer una valoración. Escribo mucho, y siempre siento que las palabras no dicen nada, que no expresan ni una mínima parte de lo que quiero decir. Siempre parece que todo está imperfecto, como inacabado. Las palabras sólo llegan al intelecto humano, nada más. Las palabras racionales, estructuradas, no hacen más que moldear un mundo para que quepa en una mente. Las estructuras gramaticales perfectas, los enunciados muy elaborados no mueven nunca al alma. Por eso me gusta la poesía y la filosofía. Porque no quieren ser una ciencia, porque odian las ciencias exactas, porque la palabra es de por sí inexacta, y porque todo lo que el hombre inventa son sólo aproximaciones o acercamientos. Me gusta la poesía incoherente, con un mensaje oculto que no requiere una tarea racional sino emocional, porque no tiene sentido lo que dice sino lo que deja, lo que llega. Y me gusta la filosofía que no concreta, que no habla en términos de aquí y ahora, sino que habla en términos abstractos. Me gusta la poesía y la filosofía porque nunca mueren, porque perduran, porque no se crean con un fin, y por eso siempre serán válidas. Por eso no me gustan los dogmas, ni las religiones, ni las ideologías que creen en una sola verdad, inmutable e insuperable. Porque todas las doctrinas son sólo palabras, y más palabras. Tengo anotadas frases de muchos y muy grandes pensadores sobre esto que comento de las palabras, y me parecen muy dignas de compartir:
De Siddharta: “Pero no me hagas seguir hablando de esto. Las palabras son nocivas para el sentido secreto de las cosas; todo cambia ligeramente cuando lo expresamos, nos parece un poco deformado, un poco necio...; sí, y esto también es muy bueno y me agrada mucho: también estoy de acuerdo en que lo que constituye el tesoro y la sabiduría de un ser humano ha de sonar siempre un poco necio al oído de los otros”.
También hoy, estudiando una asignatura que me repele bastante, he encontrado un poco de luz entre esas palabras aburridísimas. Me ha dado un poco de alegría y entusiasmo, y he decidido guardarla. Son palabras de María Pilar Diezhandino: “El uso de la palabra, la propia y la ajena, la oral y la escrita, la mortal y la salvadora, la que dice vedad y la que miente, o la que expresa la verdad de la mentira, o la mentira de tantas verdades con las que se enarbolan extrañas banderas que esclavizan y destruyen. La palabra, que no es un mero instrumento de acceso fácil, que hay que rastrear para buscarla en el lugar y en el momento adecuados, en la persona, la página, la imagen o la voz adecuadas. La palabra que no vale sólo expresar, sino antes de nada, reconocer. A veces, sorprender.
Un empeño difícil”.

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